En una isla del Pacífico Sur, los nativos capturaban monos con un método muy particular: el cazador tomaba un coco, le hacía un agujero en uno de sus lados, le ponía unas cuantas nueces dentro, lo colocaba entre la vegetación y luego esperaba. Al poco tiempo llegaba un mono que, por su naturaleza curiosa, comenzaba a explorar el coco.
Invariablemente, el mono hallaba las nueces y metía su mano en el coco para tomarlas, pero cuando intentaba sacarla... quedaba atorado.
Con su puño aferrando las nueces dentro del coco, golpeaba desesperadamente el fruto contra el suelo -o contra un árbol- y corría de aquí para allá mientras gritaba. Hacía cualquier cosa, excepto abrir la mano y soltar las nueces.
Luego, los cazadores llegaban y capturaban al mono exhausto, quien gastaba sus últimas energías en una débil lucha... pero nunca soltaba las nueces. Así, perdía -como mínimo- su libertad y muchas veces su vida. ¿Por qué? Por un puñado de nueces. Desde luego, nosotros -los seres humanos- nunca haríamos algo tan ridículo... ¿O sí?